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Notas sobre Cuba

Jesús Gómez Gutiérrez - Agosto 2006
 

Un buen método para evitar movimientos contra el poder de turno es abrir las puertas y empujar. Primero sale uno, luego dos, después diez mil, más tarde cien mil, luego un millón y así hasta que medio país está fuera y medio país dentro. Indiscutiblemente, es una solucion más humanitaria que el exterminio y abarata costes en el ejercicio de la represión.

En los últimos días se ha escrito mucho sobre la salud de Fidel Castro y el futuro de Cuba. Con fanatismo, cinismo, sincero interés. Con un dedo en un ojo y otro dedo en una oreja. Boca abajo. Es lo que pasa cuando la razón ya ha dictado sentencia y los hechos siguen inalterables. Si aquí no se produce el desinterés mediático de otros asuntos, es porque los hechos son -menudo descubrimiento- adversos a parte de la izquierda. Pero no cabe objeción. Mal vamos cuando supuestos representantes del progreso compiten con la reacción en desprecio a la inteligencia y falta de ética.

Tomemos el ejemplo de la disidencia. Empeñada en justificar al régimen, esa izquierda olvida por sistema a los exiliados, que a fin de cuentas no son personas ni son cubanos sino gusanos al servicio de la CIA. Los «descontabiliza». No son. No importan. Pero el fraude matemático se encuentra con otro problema: que ni la política de «puertas abiertas» le asegura al régimen un aplauso largo y cerrado en la isla. ¿Cómo medir, entonces, el grado de apoyo y rechazo a dicho régimen? No hay elecciones, no hay sindicatos libres, no hay margen para prensa independiente, y si se quiere mantener una ilusión de objetividad, tampoco se puede echar mano de las estadísticas del gobierno. Sólo queda un resquicio, el pulso de la calle. Ahora se está diciendo que la ausencia de grandes movilizaciones de protesta en la isla, aprovechando la baja del líder, demuestra la felicidad del pueblo cubano y, en consecuencia, la bondad del propio líder. O en otras palabras: si no hay protestas generalizadas, es porque no hay dictadura. Bravo. ¿Por qué será que suena a frase de oficial nazi en To be or not to be, de Ernst Lubitsch?

Es cierto que algunos de los intelectuales que así escriben y hablan, cobran directa o indirectamente del propio gobierno cubano. Conozco casos de críticos del castrismo a los que un premio en un momento oportuno, un empujón profesional por aquí o por allá, han transformado en blancas palomas, y también a algún colega alternativo que, trepa que trepa, aceptaría hasta el cargo de verdugo por otra foto y un minuto de fama. Sin embargo, la mayoría sólo es gente que necesita creer o que prefiere seguir engañándose, aun a costa de vivir en la incoherencia, por la tendencia de la mentira a resultar más sencilla y menos inconveniente o dolorosa que la verdad.

Recuerdo la perplejidad que me causaban las conversaciones con amigos y conocidos de Europa oriental en la época de la caída del muro. Esperaba el rechazo a sus respectivos gobiernos y lo compartía a pesar de mis objeciones, alguna vergonzosa, de ceguera autoimpuesta. Era lógico, incontestable. En cambio, no había nada de lógico en la peculiarísima visión del mundo exterior que tenían. Rozaba lo absurdo. Demostraba, sin necesidad de otros análisis, el fracaso del bloque soviético. Se había sacrificado el pensamiento a la obediencia, y fue esa misma obediencia, y no la crítica ni la rebeldía, la que en algunos casos aceleró el derrumbe; cuando el sistema perdió la batalla de la propaganda, el mismo cuadro, dirigente, ciudadano, que hasta entonces admitía cualquier sacrificio, cambió la referencia de sus mitos y sometió obediencia y deseos al emisor más fuerte.

Esas características están presentes en el exiliado cubano y en el castrista medio, de un modo tal vez más enconado porque al problema político se suma uno de carácter nacional, provocado por la beligerancia de Estados Unidos. Es un proceso cultural tan común que también sorprende el empeño en analizar el mundo como si hubiera surgido ayer y no tuviéramos datos ni referencias de ninguna clase. Y aquí hay que establecer una separación: el problema de Cuba, a un lado; el problema de cierta izquierda, sobre todo latinoamericana, a otro. No son lo mismo.

Cuando esos sectores aplauden o justifican al régimen, no piensan en el interés de Cuba. Piensan en sí mismos, en el efecto que un cambio podría tener en sus mitos, en sus afectos, en sus referencias, en su mundo en suma, o piensan en sí mismos por el efecto que podría tener dicho cambio en el mundo de todos, es decir, geoestrategia. Los cubanos no forman parte de la ecuación; son «sacrificio necesario» en ambos casos. Sólo hay un espacio más o menos limpio, desde una perspectiva estrictamente americana, en esa forma de pensar: exceptuado Canadá, Cuba es el único país del continente con sanidad pública real, derechos sociales reales (menos en lo sindical y lo político) y educación gratuita. También es el único país de América Latina que crea investigación y ciencia en un grado no marginal. En otras palabras, es ejemplo de desarrollo frente a subdesarrollo. Y si una isla del Caribe, relativamente pequeña y sin más recursos que caña de azúcar, niquel y turismo, puede hacer eso, ¿qué podrían hacer otros, mucho más afortunados sobre el papel?

Sobra decir que la realidad es más compleja; y la comparación, imposible. Los defensores del régimen han descubierto las ventajas de hacer leña del árbol caído, y cuando no hay más remedio que admitir algún defecto en tanta perfección, se responsabiliza a la antigua influencia de la URSS. Sin embargo, fueron precisamente las subvenciones de la Unión Soviética, el gigantesco y continuado «Plan Marshall» al estilo ruso lo que proporcionó al gobierno cubano el capital y los recursos culturales y tecnológicos necesarios para transformar el país. Desde la creación de los estados luso e hispanoamericanos, no se ha dado ningún otro caso parecido. Incluso hay un factor que se pasa siempre por alto y que tiene cierta importancia: Cuba no obtuvo la independencia con los ecos del Antiguo Régimen, con hombres que eran, sin excepción y a pesar de la trompetería republicana, tan hijos del Antiguo Régimen como los propios virreyes. La obtuvo en el amanecer del siglo XX.

En cualquier caso, es necesario que la izquierda latinoamericana deje de usar a los cubanos como sacrificio al dios de sus esperanzas o miedos. No es justo. Cuba existe, es, y sus verdaderos amigos saben que sólo habría una salida para combinar la democratización, absolutamente indispensable, con el mantenimiento del desarrollo y de las conquistas sociales: facilitar y apoyar un compromiso entre los sectores más avanzados del exilio y del propio régimen, si es que aún es capaz de evolucionar. De lo contrario no hay más duda sobre el futuro de Cuba que el tiempo que tarde el sistema en derrumbarse. Será menos, si su estructura interna es frágil. Más, si debe cerrar el círculo generacional -como sucedió en Europa- hasta que ya no quede nadie dispuesto a sostenerlo.

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Jesús Gómez Gutiérrez é o editor do sítio ibero-americano La Insignia.



Fonte: Gramsci e o Brasil & La Insignia.

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