La cultura europea moderna, desde Thomas More a Ernst Bloch y desde Karl Marx a Herbert Marcuse, pasando por Charles Fourier y William Morris, ha usado la palabra utopÃa en acepciones tan diferentes que no resulta nada fácil a estas alturas llegar a una definición unÃvoca del término. En el estudio que publicó hace unas décadas sobre utopÃa y sociedad ideal en la literatura inglesa de 1516 a 1700, J. C. Davis se planteó explÃcitamente el problema. Y arrancó con una definición sencilla y vaga del concepto: sueños humanos de un mundo mejor. Pues, efectivamente, "sueños" o "ensoñaciones" son palabras que han sido empleadas muchas veces a lo largo de la historia para caracterizar lo que denota o connota el término utopÃa.
Pero si, por una parte, muchos autores habitualmente calificados de utópicos se han negado a aceptar que sus anticipaciones sobre la sociedad del futuro fueran consideradas meros "sueños" o "ensoñaciones", por otra parte, también el concepto de mundo mejor, referido a la sociedad en su conjunto, es impreciso. Ya esta observación obligó a J. C. Davis (y, con él, a otros autores) a proceder, a la hora de definir utopÃa, por vÃa negativa. Lo cual lleva a diferenciar la utopÃa propiamente dicha, o sea, la utopÃa que tiene su origen en More, de otros "sueños", anhelos, deseos o aspiraciones a una comunidad mejor de individuos, como lo han sido la tradición arcádica, la noción de Cucaña en la Edad Media, la República Moral Perfecta (vinculada al rearme moral en distintas épocas) o lo que llamamos milenarismo. Partiendo de esa diferenciación el estudioso de las utopÃas inglesas llega a la conclusión de que los rasgos reiterados en la visión utópica son tres: totalidad, orden y perfección; rasgos que están, además, interrelacionados.
Aunque por lo general el pensamiento polÃtico liberal contemporáneo estarÃa de acuerdo con la conclusión de J. C. Davis, yo no estoy seguro de que estos tres rasgos hayan sido exclusivos del pensamiento utópico, sobre todo si se contrapone, como suele hacerse, "totalidad", "orden" y "perfección" a espÃritu o procedimiento cientÃfico. QuedarÃa por ver, en todo caso, si estos mismos rasgos son también aplicables a las utopÃas que vinieron después de 1700 y que Davis no estudia en su ensayo, es decir, si valen también para las utopÃas de la Ilustración europea y para las utopÃas del siglo XIX. Un listado de las utopÃas como el que ha propuesto Henry W. Targowski (que tampoco es exhaustivo, puesto que deja fuera varias de las utopÃas sociales del siglo XIX) da ya una idea de la complicación del asunto.
Basta con pensar a este respecto que varios de los utopistas sociales del siglo XIX (empezando por el más conocido y alabado de ellos: Charles Fourier) vincularon sus propuestas de sociedad futura mejor (casi siempre en un sentido socialista, comunista o libertario) no tanto a la ensoñación cuanto a la ciencia, a lo que llamaban "verdadera ciencia", contraponiendo sus propuestas a las de la ciencia social realmente existente en el momento en que escribÃan.
Creo, pues, que no conviene empezar con una definición. Asà que me limitaré, por el momento, a una descripción aproximada que procede de William Morris, uno de los últimos grandes utópicos del siglo XIX. En Un sueño de John Ball, Morris hace decir a su protagonista algo que resume muy bien el espÃritu utópico consciente de los lÃmites de la utopÃa: "Examiné todas estas cosas, y cómo los hombres luchan y pierden la batalla, y cómo aquello por lo cual habÃan luchado se logra a pesar de su derrota, y cómo, cuando esto llega, resulta ser diferente de aquello que se proponÃan, y cómo otros hombres han de luchar por aquello que ellos se proponÃan alcanzar bajo otro nombre".
Eduardo Galeano, otro defensor de la utopÃa en su acepción positiva, ahora ya en el siglo XX, ha traducido asà esta idea:
¿Para qué sirve la UtopÃa? / Ella está en el horizonte. /Me acerco dos pasos y ella se aleja dos pasos. / Camino diez pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. /Por mucho que yo camine nunca la alcanzaré. / ¿Para qué sirve la UtopÃa? / Para eso sirve: para caminar.
La utopÃa nos ayuda a caminar. Vamos, pues, paso por paso. Una de las ideas que querrÃa argumentar en el recorrido histórico que va a seguir es que el moderno concepto de utopÃa ha nacido de la combinación de estas tres cosas: (a) la crÃtica moral del capitalismo incipiente (esto es, la crÃtica de la mercantilización y privatización, en las enclosures, de lo que fue común, de las tierras comunales); (b) el propósito de dar nueva forma, una forma moderna alternativa, al comunitarismo municipalista tradicional, a la reivindicación de la propiedad comunal; y (c) una vaga atracción por la forma de vida existente en el nuevo mundo recién descubierto (América, 1492), donde se suponÃa que se mantiene la propiedad comunitaria y las buenas costumbres anteriores a la mercantilización y privatización de las tierras comunales y a cuyos pobladores se atribuÃan hábitos que el autor de UtopÃa y, en general, los erasmistas querrÃan ver implantados también en las sociedades del viejo mundo (en Inglaterra, en los PaÃses Bajos, en la PenÃnsula Ibérica, en las ciudades de la PenÃnsula itálica).
Hay ya en el nacimiento de la utopÃa moderna algunos rasgos que se han conservado a lo largo de tres siglos y que se encuentran también en la reflexión de Bloch sobre el principio esperanza en las décadas centrales del siglo XX. Estos son: el recuerdo (más o menos añorante o melancólico) de la comunidad que hubo; la crÃtica abierta a la injusticia y la desigualdad que hay en el presente; y la atracción por la novedad que apunta en lo recién descubierto o en lo recién inventado, precisamente en la medida en que este apuntar de lo nuevo enlaza con el (casi siempre idealizado) buen tiempo pasado.
Por grandes que hayan sido las diferencias entre la utopÃa de More, las utopÃas ilustradas, la propuesta falansteriana de Fourier, el proyecto socialista de Marx y, por ejemplo, Noticias de ninguna parte de William Morris (para cubrir un arco de tiempo que nos lleva hasta finales del siglo XIX), en todos estos casos encontramos una idea semejante de la dialéctica histórica, según la cual la crÃtica de lo existente hace enlazar el recuerdo del buen tiempo pasado con la armonÃa, la justicia y la igualdad que se desean para el futuro.
Hay, en cambio, otro rasgo de la utopÃa moreana que no siempre se ha conservado: la orientación irónico-positiva, muy caracterÃstica, por lo demás, del espÃritu y del ambiente erasmista de la Europa culta de las primeras décadas del siglo XVI. La distancia irónica respecto de la utopÃa en nuestro mundo no es sólo conciencia de la dificultad de su realización en ese topos concreto que es nuestra sociedad (europea), sino también, muy probablemente, sospecha racional, fundada, de que a veces lo mejor es enemigo de lo bueno. A diferencia de los otros, este rasgo de la primera utopÃa renacentista, la ironÃa distanciada respecto de sà misma, se fue perdiendo con el tiempo para ser sustituido, salvo en casos muy excepcionales, por el espÃritu declamatorio, por el espÃritu de la tragedia o por el pesimismo trágico. Conociendo la historia europea que se extiende desde la muerte de More a través de las guerras de religión, de las guerras entre clases y de las guerras coloniales, parece comprensible que esto haya sido asÃ.
Al estudiar la evolución del concepto de utopÃa pretendo argumentar en estos ensayos tres cosas más. Una: que, contra lo se viene diciendo recurrentemente desde 1990, la utopÃa no ha muerto. Eso se verá al final. Dos: que el destino de las grandes ideas utópicas (y en general de las anticipaciones del buen lugar alternativo) de la humanidad, al menos en el marco de nuestra cultura, parece ser, casi siempre, hacerse templo, institución o realidad polÃtico-social en otro lugar, en un lugar diferente a aquél para el cual las utopÃas fueron pensadas. Y tres: que al final de la modernidad europea, como en sus comienzos, la intención irónico-positiva es aún clave para seguir hablando de utopÃa en serio. Tal intención ha ido tomando, ya en el siglo XX, una orientación predominantemente paródica: primero tomando como objeto lo que podrÃamos llamar, con Marx, el comunismo basto; luego para distanciarse del optimismo tecnocrático que hace seguir sin más el progreso socio-moral del progreso tecno-cientÃfico; y finalmente para presentar los presuntos efectos positivos de la globalización neo-liberal como un oxÃmoron.
Para conservar la tensión que creo ver entre reafirmación recurrente del espÃritu utópico y distancia irónico-paródica respecto de la utopÃa pondré estos ensayos bajo la advocación de dos poetas: Mario Benedetti y Wislawa Szymborka. Con el mismo tÃtulo, utopÃa, pero con intención muy distinta, ellos han escrito, ya en el último tercio del siglo XX, dos poemas que nos tocan. Y que pueden servir ilustrar rápidamente los extremos entre los que hay que moverse.
Szymborka, la poeta polaca, parodia la conversión en Templo de la utopÃa socialista que tuvo su origen en Marx, el entonces todavÃa llamado "socialismo real". En unas pocas imágenes, ahà está lo esencial de lo que se puede decir a contemporáneos sensibles sobre lo que fue la gran ilusión. En Polonia. Y no sólo en Polonia:
Isla en la que todo se aclara. / Ahà se puede arribar a pruebas firmes. / No hay más camino que aquellos de llegada. / Las zarzas se doblan por el peso de las respuestas. / Crece ahà el árbol de la Suposición Correcta / con sus ramas eternamente desenredadas. / Y deslumbrantemente recto el árbol de la Comprensión /junto a una fuente llamada Ah, De Eso Se Trata. / Cuanto más denso se hace el bosque, más amplio aparece / el Valle de la Evidencia. / Si hay alguna duda, el viento la disipa. / El eco de ninguna voz toma la palabra / y aclara con entusiasmo los secretos de los mundos. / A la derecha, la caverna en la que se encuentra sentido. / A la izquierda, el lago de la Convicción Profunda. / Del fondo se desprende la verdad y sale sin más a la superficie. / Domina el valle de la Seguridad Inquebrantable. / Desde su cima se extiende la Esencia de las Cosas. / A pesar de sus encantos, la isla está desierta / y las pequeñas huellas de pasos que se ven en sus orillas / se dirigen hacia el mar sin excepción. / Como si de ahà solamente se saliera / para hundirse irremediablemente en el abismo. / En una vida inconcebible.
Benedetti, en cambio, ironiza sobre el fin de las utopÃas trasladando el viejo asunto al ámbito de lo privado para decirnos (tal vez bromeando con Bécquer) que utopÃa eres tú. Eso aquÃ, al otro lado del mundo. O en América Latina. Tal vez también en Polonia. En este mundo nuestro, en cualquier caso:
Cómo voy a creer / dijo el fulano / que el mundo se quedó sin utopÃas / cómo voy a creer / que la esperanza es un olvido / o que el placer una tristeza / cómo voy a creer / dijo el fulano / que el universo es una ruina / aunque lo sea / o que la muerte es el silencio / aunque lo sea / cómo voy a creer / que el horizonte es la frontera / que el mar es nadie / que la noche es nada / cómo voy a creer / dijo el fulano / que tu cuerpo / mengana / no es algo más que lo que palpo / o que tu amor / ese remoto amor que me destinas /no es el desnudo de tus ojos / la parsimonia de tus manos / cómo voy a creer / mengana austral / que sos tan solo lo que miro / acaricio o penetro / cómo voy a creer / dijo el fulano / que la utopÃa ya no existe / si vos / mengana dulce / osada / eterna /si vos/ sois mi utopÃa.
Esta manera irónico-paródica de plantear el asunto de la utopÃa enlaza bien con la paradoja que al respecto estamos viviendo actualmente. En los últimos años la palabra utopÃa vuelve a suscitar muchas simpatÃas y cada vez se emplea más en ambientes crÃticos y alternativos de nuestras sociedades; pero al mismo tiempo suscita gran desconfianza por su asimilación con lo que se supone realización de las utopÃas sociales imaginadas durante cuatro siglo (desde el Renacimiento hasta el siglo XX). Eso hace que muchas personas compartan el uso positivo de la palabra utopÃa en contextos morales o estéticos mientras que manifiestan una persistente reserva acerca de la utilización de la palabra utopÃa en un sentido positivo cuando se trata de contextos polÃticos (o de ética de la colectividad).
En contextos en los que se habla de moralidad individual es difÃcil negar que la palabra utopÃa tiene y tendrá un sentido positivo. Se podrÃa decir que no ha habido ni habrá filosofÃa moral sin utopÃas, o sea, sin la prefiguración de sociedades imaginarias más justas, más igualitarias, más libres y más habitables de las que hemos conocido y conocemos. La imaginación utópica ha sido, es y será el estÃmulo positivo de todo pensamiento polÃtico-moral, como la veracidad y la bondad son y serán el aguijón de la lucha en favor de la emancipación humana por mucho que, como sabemos, el individuo veraz o bondadoso se haya dado repetidas veces de bruces con la realidad existente.
El utópico, como el veraz y el bondadoso, está indicando siempre a los otros, con su comportamiento, la dirección en la que convendrÃa moverse. Puede ocurrir, y de hecho ocurre en ocasiones, que el utópico, como el veraz y el bondadoso, se equivoque de medio a medio en su estar en el mundo, en este mundo; pero incluso cuando yerra sobre el presente, el utópico, como el bondadoso y el veraz, obliga a torcer la mirada de los que le miran, no sobre su rostro (porque el utópico no suele ser narcisista ni autista) sino en la dirección más conveniente para la mayorÃa. No digo más conveniente para todos porque eso, en el mundo social dividido en clases, tiene que ser considerado como un imposible ontológico.
Si el mundo de las acciones polÃtico-morales fuera algo asà como una lÃnea férrea, en la que el tren de la historia se desplazara linealmente progresando desde la bondad y veracidad de los individuos concretos hacia mejores formas de sociabilidad colectiva, entonces no habrÃa casi nada más que discutir acerca de la palabra utopÃa. La mayorÃa aceptarÃamos, por razonamiento, su saludable sentido positivo, como aceptamos, por lo general, el sentido positivo de la bondad y de la veracidad. Pero el mundo de las acciones polÃtico-morales no es una vÃa férrea ni una autopista; es, más bien, una red de senderos de montaña que se bifurca, se multiplica y se pierde en el bosque de las interrelaciones de las pasiones individuales y colectivas; una red de caminos de bosque de la que, para colmo, siempre existen varios planos concordantes pero distintos, y cuyo sendero principal suele perderse, en la historia de la humanidad, por falta de tránsito (o mejor: porque ni llevamos inscritos en los genes el recuerdo de sus recovecos ni somos capaces de transmitir de generación a generación las principales bifurcaciones y encrucijadas del mismo).
Por eso, porque el mundo de lo polÃtico-moral no es una vÃa férrea ni una autopista, la utopÃa, que es una buena y sana palabra, indiscutible, desde el punto de vista de la moralidad, resulta insuficiente y ambigua cuando pasamos al plano histórico de las ideas polÃticas.
La mayorÃa de las personas veraces y bondadosas que hoy en dÃa se declaran partidarias de la utopÃa creen estar defendiendo de hecho una sociedad más justa, más igualitaria, más habitable y que, además - y esto es importante - puede ser realmente realizable algún dÃa y en algún lugar, al menos de forma aproximativa, como aproximación a un ideal. Si nos atenemos a la etimologÃa de la palabra utopÃa, estas personas no son propiamente utopistas, sino gentes con convicciones morales profundas e ideales morales alternativos que luchan por una sociedad mejor.
En cambio, la mayorÃa de las personas que se declaran contrarias a la utopÃa suelen defender en nuestros medios de comunicación que vivimos en el menos malo de los mundos existentes o en el mejor de los mundos posibles, y que en polÃtica no hay que hacerse ilusiones inútiles. Por supuesto, estas personas no suelen entrar a discutir qué ilusiones son útiles y cuáles inútiles. Por lo general tienden a creer que todas las ilusiones colectivas son inútiles.
Una complicación adicional reciente de la controversia histórica sobre la palabra utopÃa es ésta, a saber: que la mayorÃa de las personas que hoy defienden que vivimos en el menos malo de los mundos existentes, o en el mejor de los mundos posibles, consideran, además, que no está mal que haya utopÃas y hasta fomentan la existencia de utopistas siempre y cuando éstos, en su decir y, sobre todo, en su hacer, acepten atenerse al significado etimológico de la palabra utopÃa (no-lugar). Desde este punto de vista, que es hoy en dÃa el punto de vista dominante, ser utópico está relativamente bien visto a condición de que uno confiese al mismo tiempo que la sociedad alternativa que propone (más justa, más igualitaria, más habitable) no es de este mundo sino una sociedad tan imaginaria como, por ejemplo, la ciudad de Babia, el paÃs de Jauja o la región del Limbo en el DÃa del San Jamás.
Todo utopista que acepte este significado de la palabra utopÃa y simultáneamente dé señales de haberse reconciliado con la realidad existente, o de estar en vÃas de reconciliarse con ella, recibirá, a su vez, de todos, o casi todos, los poderosos defensores del status quo efusivas, y hasta cariñosas, palmaditas en el hombro derecho (que es el hombro del otro preferido por los polÃticos de profesión para todo ejercicio de cinismo compasivo).
El hecho de que un utópico, declarado o nombrado tal por otros, reciba de los polÃticos "realistas" (y conservadores de la desigualdad que hay) palmaditas afectivas en el hombro derecho, siempre y cuando dicho utópico acepte que su ideal, el ideal que propugna, es realmente una utopÃa (algo que no tendrá lugar nunca) da qué pensar. Pues prueba indirectamente, como se puede probar en estas cosas, que el uso literal de la palabra "utopÃa" en el lenguaje polÃtico se ha hecho problemático o irrelevante.
Con la utopÃa pasa en nuestras sociedades, en última instancia, lo mismo que con el ateÃsmo, a saber: que como el significado de la palabra lo establecen los que mandan (en el Estado, no necesariamente en la Academia de la Lengua), uno no puede ser, ni proponiéndoselo, lo que quiere ser. Efectivamente, de la misma manera que el ateo sólo puede ser agnóstico (pues, por definición de los que mandan en esto, el sin-dios es un imposible metafÃsico dado que el sin-dios es siempre un buscador de dios, etc. etc.), asà también al utópico sólo le dejan ser una de estas dos cosas: o un realista polÃtico a la fuerza, que simultáneamente cree en las calendas griegas, o un receptor de palmaditas en el hombro derecho que afirma que la utopÃa no es de este mundo.
Algunos filósofos amigos mÃos han llegado últimamente a la conclusión de que el tiempo de las utopÃas pasó. No estoy de acuerdo. Y querrÃa argumentarlo. De momento puedo adelantar esto: ese tiempo no pasó para los que aún tienen un mundo que ganar y una esperanza. En relación con esto, y en polémica con los dadores de palmaditas en el hombro derecho del otro, sugiero que hay al menos dos cosas que no se pueden dejar en manos de los de arriba si uno, estando a favor de los pobres, desheredados, oprimidos y excluidos de la tierra, mujeres y varones, quiere que sus actos concuerden con sus dichos y pretende hacer, por tanto, algo serio y práctico en favor de un mundo más justo, más igualitario y más habitable.
La primera de estas cosas que no hay que dejar en manos de los de arriba es la definición de las palabras. No sólo en el PaÃs de las Maravillas, sino también aquà abajo, la capacidad de nombrar, de poner nombre a las cosas, es esencial para conocer y para cambiar el mundo. La segunda cosa que no se puede dejar en manos de los de arriba es la ciencia, contraponiendo ésta a la utopÃa. Renunciar a la ciencia para quedarse con la mera utopÃa puede ser moralmente sanÃsimo (sobre todo en la época del reconocimiento generalizado de los peligros de la tecnociencia), pero acaba siendo contraproducente desde el punto de vista de la ética colectiva.
Lo que he juntado aquà es una colección de ensayos sobre la historia de una idea. Y como el número de utopÃas propuestas desde Thomas More en la modernidad europea es amplÃsimo, parece inevitable, para no perderse, establecer un corte y declarar preferencias. Aquà no están, obviamente, todas las utopÃas europeas modernas. Y algunas de las obras de las que me he ocupado, sobre todo al llegar al siglo XX, son utopÃas negativas o distopÃas. El tÃtulo apunta a eso: incluye la palabra ilusiones porque leyendo varias de estas obras me he ido convenciendo de que ni siquiera la distopÃa o utopÃa negativa puede prescindir de las ilusiones, al menos de aquellas que Leopardi llamaba naturales. El hilo del ovillo del que voy a tirar al hacer la selección será la paradoja que históricamente acompaña a la noción de utopÃa. Por eso, entre las varias cuestiones posibles que podrÃan ser desarrolladas en relación con la evolución del concepto de utopÃa, me he propuesto prestar atención a las siguientes.
Primero estudiaré qué fue lo que solemos llamar utopÃa antes de que la modernidad europea acuñara esa palabra: la utopÃa antes de la utopÃa. En ese apartado he incluido dos ensayos sobre dos nociones que discurrÃan casi juntas en la segunda mitad del siglo XV: ciudad ideal y profetismo. Trataré de mostrar ahà cómo en ambos casos, al imaginar la ciudad ideal y profetizar una nueva Jerusalén, la afirmación de lo que debe ser y lo que habitualmente llamamos realismo no sólo no andaban reñidos sino que saltaban a la palestra juntos y, además, en relación intermitente con el idealismo filosófico-moral renacentista.
Después voy a entrar en el análisis de la primera utopÃa propiamente dicha, la formulada por Thomas More. El ángulo desde el cual me propongo mirar esa utopÃa va a ser el estupor que produjo el primer encuentro entre Europa y América. Sin duda hay más cosas en la utopÃa de More, pero esta que digo me parece esencial: imaginar lo que debÃa ser la América recién descubierta por los europeos para llamar la atención sobre lo que hemos perdido en el viejo continente y podrÃamos tal vez recuperar. La paradoja, en este caso, es que unas décadas después de que el libro de More viera la luz, otro europeo, Vasco de Quiroga, se propuso nada menos que la realización de su utopÃa en el otro lugar, en aquel lugar que, en cierto modo, habÃa inspirado la reflexión sobre el buen lugar que podrÃa ser Europa.
En el ensayo siguiente me ocupo de varias utopÃas que tienen que ver con el tránsito del Renacimiento al Barroco y que conectan ya con la época de las revoluciones cientÃficas. Lo que querrÃa argumentar en este apartado, para adelantar una hipótesis, es que utopÃa social y ciencia polÃtica, simbolizados por More y Maquiavelo, han sido dos enfoques paralelos del pensamiento europeo de la modernidad, dos enfoques que han nacido con ella, con la modernidad, y que parece que la acompañarán hasta su muerte. Vuelve ahà la paradoja, aunque la paradoja ahora es de otro tipo: la utopÃa que da la bienvenida a la ciencia moderna, al análisis y a la anatomÃa, lo hace con argumentos religiosos; y la utopÃa que se quiere idealmente republicana se hace realmente monárquica.
De las varias cosas interesantÃsimas que puede sugerir el rótulo "utopÃa e ilustración" me ocuparé sólo en el comentario de algunos de los temas posibles relacionados con las utopÃas que nos ha dejado en herencia el proyecto moral de la Ilustración: autocrÃtica, por vÃa paródica, de la presunción eurocentrista; tolerancia en el encuentro entre culturas y religiones; abolición de la pena de muerte y la tortura; y paz perpetua. El hilo conductor de ese ensayo es la observación de algo que, desde una noción estricta y restringida de utopÃa, vuelve a ser una paradoja: ni la postulación de la tolerancia ni la reflexión sobre la paz perpetua fueron presentadas en la forma utopÃa, aunque de ambas cosas se dijo que eran utópicas; a Beccaria, autor del opúsculo De los delitos y de las penas, se le llamó utópico y encima socialista, cuando no era ninguna de las dos cosas; y la mejor autocrÃtica de la presunción eurocentrista le encontraremos en una utopÃa a la inversa, en una sátira, que acabó convertida en libro de aventuras para niños.
Al tema "utopÃa y socialismo" he dedicado dos ensayos. En ellos pretendo explicar por qué la utopÃa ilustrada deriva hacia el socialismo y el comunismo en el siglo XIX, cómo la utopÃa se fue convirtiendo en un concepto deshonrado (ya antes de su supuesta realización) y hasta qué punto hay que considerar responsable de tal deshonra a aquella pretensión del socialismo que consiste en pasar definitivamente de la utopÃa a la ciencia. Creo que en ese paso está la clave para entender bien lo que dice Szymborska en su poema. Pero también para entender por qué la utopÃa socialista alcanza su cima en dos obras literarias que, sin despreciar ciencia y técnica, se alejan de la infatuación cientificista: Noticias de ninguna parte, de William Morris, y Chevengur, de Andrei Platónov.
Los dos ensayos siguientes están dedicados a discutir la tesis, muy difundida en el ámbito de la historia de las ideas, según la cual a partir de Un mundo feliz y de 1984 la distopÃa ha pasado a ocupar, en el siglo XX, el lugar que en siglos anteriores habÃa ocupado la utopÃa. Estos dos ensayos se basan en una lectura bastante detallada de algunas de las principales piezas representativas de la ciencia-ficción y de la futurologÃa, desde Zamiatin y Huxley a Le Guin, y desde Orwell a Philip K. Dick y Stanislaw Lem. Ahà he tratado de mostrar que ni siquiera en los peores momentos del mundo bipolar que salió de la segunda guerra mundial se perdió el espÃritu utópico. La idea que desarrollo en estos ensayos es que no hay que leer las distopÃas del siglo XX en clave anti-socialista, sino más bien en clave anti-ideológica, esto es, como crÃticas, precisamente, del mundo bipolar y de lo que las dos ideologÃas en confrontación tenÃan en común. Ni siquiera en ese mundo que produjo las principales distopÃas del siglo XX se perdió toda esperanza; sólo que la esperanza restante ha tenido mucho que ver, de nuevo, con la renovación de la ironÃa y la parodia en un ámbito que enlaza la literatura con el filosofar.
Finalmente, y aunque sea de forma tentativa, en el ensayo que cierra este libro he abordado el discutido el asunto del final de la utopÃa. Es este un tema que nos dejó en herencia Herbert Marcuse en 1967-1968 y que luego, desde 1990, se ha planteado en numerosas ocasiones aunque con una orientación muy diferente ya de la marcusiana. Una veces desde la perspectiva de la ingenierÃa social fragmentaria y otras desde la consideración de que utopÃa social y totalitarismo son necesariamente sinónimos, se ha venido manteniendo en los últimos tiempos que el único campo que quedarÃa libre para la expresión de la utopÃa en el siglo XXI es el estético. Para mÃ, eso es una verdad a medias que oculta una parte importante de la verdad y choca con hechos cada vez más sólidos. La reflexión sobre el sentido socio-polÃtico de la utopÃa ha vuelto en los comienzos del siglo XXI, sin que se la esperara. Y ha vuelto de la mano de lo que hoy se llama movimiento de movimientos. De manera que tal vez se pueda decir que después de los desastres del siglo XX la utopÃa ha perdido su inocencia, pero no su vigencia.
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Francisco Fernández Buey é professor da Universidade Pompeu Fabra, em Barcelona. Esta é a introdução do seu último livro, UtopÃas e ilusiones naturales (Barcelona: El viejo topo, 2007).Â