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Brasil, la ONU y Malvinas en la política argentina

Vicente Palermo e Miriam Saraiva - Fevereiro 2004
 

No es una experiencia nueva en Argentina la emergencia de liderazgos presidenciales tras una debacle que ha destruido uno o varios gobiernos precedentes y que ha instalado en acto los terribles costos que, hasta el estallido, eran potenciales pero inhibían casi hasta la parálisis a los gobernantes. Contempladas desde este ángulo, y muy estilizadamente, las llegadas de Alfonsín, Menem y Kirchner (salvando el ejercicio transicional de Duhalde) a la presidencia presentan elementos en común: los costos ya estaban instalados y los gobiernos previos inmolados en sus respectivas hogueras. Observemos que, cada vez que esto ocurre (rogando que ésta haya sido la última), los nuevos presidentes tienen buenas razones para percibir algo ilusoriamente su situación: como si en ella, desde el fondo de la propia catástrofe, surgiera una fuerza que les proporcionara amplios grados de libertad y un gran margen de acción. Cuando a esto se suma una vocación refundacional (nada raro tampoco en nuestra historia), la amplitud del margen de acción percibido para la innovación es enorme. Es preciso admitir que en cierta medida esta ilusión es tan inevitable como conveniente, pero también hay que recordar que está llena de peligros.

Un ejemplo de estos peligros puede encontrarse en el campo de la política exterior, dónde, cuando no se sabe bien qué es lo que se quiere, es fácil creer que se vive un momento fundacional, que se puede tirar casi todo por la borda y recomenzar de nuevo, y donde a los ojos del observador se despliegan acciones que, por un lado, parecen vividas por sus protagonistas como los cimientos de líneas definitivas conforme a unos hipotéticos intereses nacionales permanentes pero, por otro lado, sugieren un alto grado de improvisación y erraticidad, y hasta de comportamiento mucho más reactivo que proactivo. Algunos aspectos de nuestro vínculo con Brasil, de nuestras aspiraciones en el escenario global, y el tratamiento de la cuestión Malvinas, ilustran inmejorablemente el punto.

A mediados de noviembre, el ministro Bielsa formuló declaraciones extremadamente interesantes (La Nación, 16-11-2003) abordando ambas cuestiones y presentando enfoques novedosos. En cuanto a la relación con Brasil, aludió a una posible cooperación en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, refiriéndose, claro está, a la inminente ocupación por Brasil de una de las plazas rotativas. Semanas después (La Nación, 18-11-2003) se anunció que Argentina se incorporaría en la misión brasileña en la ONU y que hasta el 2006, manteniendo la rotación, ambos países estarían representados en el Consejo. A primera vista esto quizás parezca excelente y, al menos porque hace patente el espíritu de cooperación de ambos países, sin duda lo es.

Sin embargo, la cuestión del Consejo exige otras consideraciones; como se sabe, varios países pretenden asientos permanentes en él si el organismo fuera reformulado. Es muy difícil predecir si algunos de los pretendientes podrán alcanzar su objetivo. Hay razones para pensar lo contrario; entre otras, que si se busca reformar la ONU para dotarla de mayor eficacia y capacidad de gobernanza global, es poco imaginable que el instrumento sea aumentar el número de veto powers en su organismo ejecutivo; en todo caso, el incremento del número de miembros permanentes podría darse acompañado de una compleja alteración de las reglas decisorias, y los obstáculos políticos que se presentan para ello saltan a la vista. De cualquier modo sería absurdo descartar plenamente esa posibilidad. Por otra parte, cualquier observador desapasionado podría poner en duda la ecuación costos-beneficios de ocupar ese lugar. Pero lo que nos debe importar, además, es que Brasil tiene una política firme de pretensión de esa plaza hipotética, y en esa línea de acción está desde hace tiempo. Con chances o sin ellas, es claramente un aspirante, y ha logrado respaldos explícitos de varios países - los más recientes han sido China y Chile. Brasil tiene dos fundamentos sólidos para ello: el primero, menos importante, es su envergadura (población, economía); el segundo, que importa mucho más, es el capital político internacional que ha sabido ganarse a lo largo del tiempo y mediante una política exterior continua, bien estructurada y sensata (cuyos objetivos son en general bastante congruentes con los recursos de que dispone el país, y bastante legitimables en términos de la difusa normativa universalista a la que, al menos en la retórica, adhiere la inmensa mayoría de las naciones). Esta no es una apreciación subjetiva; se expresa -por ejemplo- en las votaciones favorables que siempre ha obtenido para ocupar las plazas rotativas en el Consejo. Argentina no tiene ninguna de esas credenciales. Con el tiempo, esperamos que adquiera la segunda; pero, como sea, si algo queda claro es que no tenemos nada que hacer en esa disputa así como no tendríamos nada que ganar si el designio inescrutable de los dioses nos "premiara" con semejante presente griego. Sin embargo, la posición argentina al respecto ha sido hasta ahora, cuando menos, ambigua, retaceando el respaldo a la aspiración brasileña y sosteniendo la conveniencia de una rotación entre países latinoamericanos (algo dudosamente admisible para quienes tendrán un peso decisivo en cualquier camino de reforma de la ONU).

Pues bien; tirando del hilo de las declaraciones de Bielsa, que señala que como parte del proceso de integración se podrían compartir con Brasil "las tareas técnicas en el Consejo de Seguridad", podríamos razonar del siguiente modo: allá los brasileños con sus riesgos si les hace ilusión una plaza permanente en el Consejo, pero ¿porqué no respaldarlos en esa aspiración? Aspirar nosotros a esa plaza es casi ridículo (no sólo porque carecemos de chances; también porque si en el caso de Brasil la ecuación costos-beneficios puede ser dudosa, en el caso argentino es pavorosa). Mantener una ambigüedad infantil del tipo "yo también quiero ese chiche" no solamente no nos conduce a nada bueno, sino que nos hace desperdiciar una excelente oportunidad para lo que realmente debería importarnos: crear confianza con nuestro principal aliado estratégico y mostrar en el campo internacional que Argentina deja atrás los delirios de grandeza otrora tan habituales. Señalizar con franqueza y sin equívocos nuestra intención de respaldar las aspiraciones de Brasil abriría otro juego: en el marco de una creciente confianza mutua, esa señal haría posible una negociación en virtud de la cual puedan acordarse mecanismos más o menos vinculantes de consulta previa en asuntos pertinentes al Consejo de Seguridad. Será una negociación compleja y, sin duda, habrá que evitar el riesgo de que Argentina se coloque en una situación en la cual Brasil termine dándola por descontada y consiguientemente disminuya su disposición a prestarle oidos y a cooperar. Pero, como están las cosas hoy, el primer paso debería darlo Argentina.

En ese sentido, es bastante dudoso que para la Argentina sea conveniente insistir en tener un papel protagónico en el Consejo de Seguridad en su forma presente. Tal como están las cosas en el mundo de hoy, y dado el pobre capital político internacional de que dispone Argentina, su mejor opción, creemos, es un bajo perfil, y una lenta y gradual acumulación de prestigio en base a un papel mesurado y acorde con sus posibilidades, en lugar de exponerse voluntariamente a situaciones conflictivas que la obliguen a tomar decisiones desagradables y costosas. De ello se sigue, más bien, que en lugar de candidatearse a ocupar una de las plazas rotativas del actual Consejo de Seguridad - donde es imposible evitar tener que pronunciarse sobre problemas globales en los que difícilmente cualquier posición satisfaga a tirios y troyanos, y en las que la tentación a la irresponsabilidad y a la obtención fácil de réditos domésticos será mucho más peligrosa -, Argentina, en su propio interés, debería tener la cortesía de dejar que en esos líos se metan otros.

Esta tesitura es tanto o más importante hoy día cuando, al parecer, hay quienes piensan que el único capital político internacional con que cuenta el país para mejorar su situación es su potencial capacidad de provocar daño y, de acuerdo a esta presunción, creen que, frente a Brasil, formular veladas amenazas de daños podría proporcionarnos mayores beneficios que emitir responsables signos de cooperación. Es cierto que la reciente negociación con el FMI prueba la eficacia de la amenaza, aun de una amenaza que de concretarse hubiera implicado serios costos propios, pero, como observa Marcos Novaro en un artículo reciente, pensar que ese juego puede convertirse en regla general de la estrategia de reinserción de Argentina en el mundo es algo que dista mucho de ser razonable.

El segundo tema en el que se presentan claroscuros es Malvinas. Tiempo atrás, el ministro nos había obsequiado un exabrupto: "Las tres mil personas que viven en Malvinas -declaró- son súbditos británicos desde el 83. De modo tal que su opinión me importa tanto como la de los tres mil británicos que viven en Eaton". Inmerso en la más tradicional concepción de nacionalismo territorial, Bielsa no debe haber pensado qué pasaría, por caso, si a esos 3000 ciudadanos ingleses residentes en Eaton se les preguntase si el gobierno británico debiera imponer a los isleños, contra su voluntad, vuelos argentinos a las Malvinas. No obstante, a mediados de noviembre, el ministro se manifestó de un modo inédito y muy prometedor. Interrogado por el objetivo del gobierno de Kirchner respecto a las islas, contestó: "Como la guerra fue lo que fue, los ositos Winnie Pooh fueron lo que fueron, es mucho mejor ahora que la Argentina sea un país serio, previsible y que otorgue bienes públicos de calidad. Porque si la Argentina tiene buena salud, buena educación y buena Justicia, nadie va a buscarlas a 12 mil millas náuticas" [1]. Otra vez, tirando del hilo, podría leerse en esto una auténtica, y muy positiva, revolución copernicana en la materia: los deseos de los isleños importan, y sólo si Argentina se convierte en un país serio, apreciable por su capacidad de brindar derechos, aquellos deseos podrían llegar a jugar a nuestro favor.

Nada que se pueda hacer de un día para otro con la típica ansiedad argentina en relaciones exteriores: (para recuperar las islas) "Falta mucho", agrega el ministro. Atrás quedarían el nacionalismo territorial, la simplista política de seducción, para instalarse un encuadre claramente afincado en el patriotismo republicano: los esperaremos en la casa común en la que seremos libres por tener y compartir derechos. Entre la tozuda negativa - tradicional de la política argentina en el tema - a reconocer que los isleños tienen deseos que importan -, en un extremo, y una política de adulación a los mismos, no menos absurda, en el otro extremo, existe, a nuestro entender, un camino que no es en modo alguno un término medio, sino muy diferente a ambos: bajar decididamente el perfil de la cuestión Malvinas en la agenda de la política exterior y doméstica argentina (esto no significa que el ministerio de RREE no pueda reiterar, en la ONU, la cartilla jurídico política de los derechos argentinos sobre el archipiélago), contribuir a instalar en el área un espíritu de cooperación, en arreglo a intereses concretos argentinos en diferentes campos (explotación pesquera, turística, comunicaciones, desarrollo científico-tecnológico, etc.), del mismo modo en que lo hacemos con cualquier otra región del globo si conviene; tratar de convertirnos en un país externa e internamente respetable, dar tiempo al tiempo, y transmitir a los ingleses y a los ciudadanos británicos que son isleños el siguiente mensaje: "cuando quieran, entren sin llamar".

En otras palabras: consideramos tener derechos sobre esas islas y no renunciamos a ellos, pero no seremos nosotros los que obliguen a sus habitantes a aceptar nuestro punto de vista. Puesto que el actual gobierno inglés dice no estar dispuesto a negociar sin respetar la voluntad de los isleños y puesto que esos isleños son ciudadanos británicos, es el gobierno inglés el que se ha metido en un buen aprieto, no nosotros (aprieto que salta a la vista en la ambigüedad oficial británica: los malvinenses son ciudadanos británicos pero, por otro lado, tienen como malvinenses un derecho a la autodeterminación). Quizás más adelante los ingleses en general, y los isleños en particular, lo piensen mejor. Mientras tanto, aunque jurídicamente no podemos evitar considerar que todos los ingleses tienen un solo estado y un solo gobierno, políticamente nos importan los intereses y los deseos de los isleños. Es cierto que consideramos que nuestros derechos, intereses y deseos no son respetados por Inglaterra en esta cuestión, pero los principales bienes políticos que queremos cuidar en este conflicto son nuestra propia identidad republicana, y el respeto que sentimos por nosotros mismos, cosa que no podríamos hacer ni adulando a los isleños, ni negándonos a que sus deseos sean tomados en cuenta.

Lamentablemente, el curso de acción sugerido por aquellas inéditas declaraciones del ministro Bielsa no duró. Muy poco después, se cruzaron en el camino iniciativas inglesas y provenientes de las islas que sacaron nuevamente de quicio a los formuladores de política externa. Cuando Londres reveló que algunos buques entraron, en 1982, con armas nucleares en el Atlántico Sur, se creyó ver en ello una gran oportunidad para una blietzkrieg que nos llevara a la recuperación de la soberanía en el archipiélago. Entusiasmo que, claro, duró lo que un lirio, pero que no muestra precisamente firmeza en los propósitos constructivos y en un talante mesurado. Poco después, la solicitud de una línea aérea, Lan Chile, para que fuera autorizado un número mayor de vuelos charter, fue negada, al parecer con el propósito de forzar a los malvinenses a aceptar vuelos desde el territorio argentino. A todo esto, Argentina no acepta negociar un acuerdo de cooperación para la explotación moderada de los recursos pesqueros, y ha autorizado capturas que crean dificultades serias y perjuicios a los malvinenses. En suma, el gobierno actúa como si pretendiera poner sitio a los habitantes de las islas, como un modo de ablandarlos y forzarlos a aceptar todo lo que no quieren. Esto es pésimo, para los malvinenses, para los objetivos argentinos en relación a Malvinas y, sobre todo, para el respeto que los propios argentinos podemos tener por nosotros mismos. Para mayor ironía, en medio de esta "política" de hostigamiento, el cónsul argentino en Punta Arenas, Julián Tetamantti, declara que "para nosotros, todos los habitantes de las islas son argentinos".

Final: como en el relato de Kafka Ante la ley, estamos frente a una puerta y nadie nos da explicaciones. Es la puerta de la sensatez. A veces parece que Bielsa quiere llevar la política exterior argentina hasta su umbral. Pero a veces da media vuelta y se aleja nuevamente de él. De lo que se trata, ni más ni menos, es de atravesarlo.

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Vicente Palermo é cientista político e pesquisador do Instituto Torcuato di Tella - Conicet, de Buenos Aires. Miriam Saraiva é professora de Relações Internacionais da Uerj.

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Nota

[1] Los ositos Winnie Pooh simbolizan la "política de seducción" diseñada por Guido Di Tella, canciller de las presidencias de Menem, para ganarse la buena voluntad de los malvinenses.



Fonte: Especial para Gramsci e o Brasil.

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