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Fuego y azufre sobre el Líbano

Sergio Ramírez - Agosto 2006
 

La destrucción de Sodoma es una de las grandes parábolas del Antiguo Testamento, en la que seduce ese irreductible y vengativo sentido de la justicia que ejerce el malhumorado Yahvé, capaz de desatar una lluvia de fuego y azufre desde los cielos para calcinar a una ciudad entera con todos sus habitantes, niños incluidos, en castigo por sus pecados. Pero aún así, ese Dios adusto y cruel no se resiste a la insistente pregunta de Abraham acerca de los justos.

"¿Destruirás también al justo con el impío?", le pregunta Abraham. "Quizá haya cincuenta justos dentro de la ciudad: ¿destruirás también y no perdonarás al lugar por amor a los cincuenta justos que estén dentro de él?" Yahvé acepta que salvaría a la ciudad de la cremación que ya ha decidido, aún si solamente hubiera diez justos, última cifra que le presenta Abraham. Al final, de todas maneras, las cuentas divinas no cuadran y la hecatombe es consumada.

Hoy, ante la decisión del estado de Israel de castigar al Líbano con fuego y azufre por los pecados de Hezbolá, me pregunto: ¿cuántos justos habrá en sus ciudades? Niños, ancianos, enfermos en los hospitales, mujeres en espera de dar a luz. No hay manera de que no puedan contarse en las filas de los justos. ¿No hubo justos suficientes como para que el Líbano fuera salvado del castigo que baja de los cielos como lluvia de rojo granizo encendido?

Esta guerra que vemos por la televisión, parece librada en un escenario del Antiguo Testamento. Abraham no ha sido oído. Los ataques contra la población civil indefensa del Líbano han causado cerca de mil muertos y más de tres mil heridos, y una pavorosa destrucción, al caer las bombas, los obuses y los cohetes sobre viviendas, escuelas, guarderías, igual que sobre centros de refugio, sistemas de electricidad y agua potable, y aun puestos de observación de las Naciones Unidas.

¿Qué tienen que ver las miles de víctimas con Hezbolá, la organización terrorista de fanáticos islámicos que utiliza el territorio del Líbano para atacar a Israel? No es justa, y más bien parece cínica, la alocución del primer ministro, Ehud Olmert, lamentando la muerte de inocentes, la destrucción de hogares, el que las familias tengan que huir de sus casas, pero prometiendo a la vez que los bombardeos seguirán mientras Israel no cumpla sus objetivos militares, lo que quiere decir que más gente inocente seguirá muriendo y sufriendo. No cincuenta, ni diez justos. Miles de ellos.

Esta licencia que Israel se concede a sí mismo, en contra de toda ley internacional, puede significar que el Líbano, arrasada su infraestructura, llegue a quedar desarticulado y no pueda funcionar como país por mucho tiempo, lo cual significa, a la vez, conceder que la existencia de una nación depende de la voluntad de otra y de su superioridad militar. Un ejemplo así, consentido, destruye las bases sobre las que se asienta la convivencia pacífica, y abre las puertas para que otros se arroguen los mismos derechos.

La barbarie no puede tener excusas. Creo que es un procedimiento de la peor especie ligar los sufrimientos del pueblo judío, víctima del genocidio en los campos de concentración nazi, a estos hechos causados por las fuerzas militares de Israel, y así callar los horrores presentes en nombre de aquellos sufrimientos. Así como es también de la misma peor especie sumarse a las voces extremistas de quienes piensan que hay que extinguir a Israel como país, y echar a sus habitantes al mar. Pero reclamar que Israel deje de actuar como lo está haciendo en Líbano, o como lo hace en Palestina, no convierte a nadie, por eso mismo, en antisemita.

Aunque las voces que llaman el entendimiento pacífico y a la convivencia entre judíos y palestinos, y los árabes en general, no sean oídas en estos días, porque quedan silenciadas ante el clamor incesante de las bombas, hay que recordar que ese entendimiento y esa convivencia son el único camino posible, porque no hay paz sin voluntad de aceptar al otro. Pienso otra vez en el escritor Amos Oz y en el pianista Victor Baremboim, dos judíos que quieren que su pueblo conviva con el pueblo palestino, y sufren el acoso de los extremistas por decirlo, así como también hay palestinos estigmatizados por abrirse a un entendimiento con Israel. Un símbolo de esos palestinos sigue siendo el gran intelectual Edward Said, aun después de su muerte, quien, contrario al fundamentalismo islámico, se consideraba "quizás un palestino judío", y recibió, junto con Baremboim, el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia en el año 2002.

Hay que oír a quienes reclaman el cese de los bombardeos y el fin de todo acto de agresión contra Líbano, no en nombre de ideologías religiosas fundamentalistas, ni en nombre de ideas de dominio geopolítico, ni alineándose con Irán, o con Siria; y hay que oír a quienes reclaman el cese de los secuestros y acciones terroristas de los grupos islámicos extremistas, y el cese del lanzamiento de cohetes contra la población civil de Israel, pero no en nombre de una nueva guerra santa de occidente contra los infieles, ni en nombre de los halcones religiosos de Israel, tan extremistas y sectarios como los extremistas religiosos árabes.

Conseguir la paz significará imponerse sobre los fanáticos de ambos lados, que hoy, por desgracia, tienen en sus manos el poderío militar y las armas letales suficientes para seguir matando inocentes, y para seguir haciendo llover de los cielos fuego y azufre.

Nicaragua, agosto del 2006.

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Sergio Ramírez é escritor e dirige, em Manágua, a revista eletrônica Carátula.



Fonte: Gramsci e o Brasil & La Insignia

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