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¿Nacionalismo sin identidad nacional?

Vicente Palermo - Novembro 2005
 

La piedra angular de las identidades es la creencia. Existe una nación sólo si una comunidad se concibe a sí misma como tal. Otro tanto ocurre con sus crisis. Los argentinos vivimos una crisis de identidad porque creemos que eso nos pasa. El nacionalismo ha sido la respuesta más común a las sucesivas crisis de identidad experimentadas en Argentina, y no escapa de ello el actual nacionalismo argentino. La coexistencia de una crisis de identidad nacional y nacionalismo es un contrasentido sólo aparente. Pero el nacionalismo es una respuesta inapropiada y existen alternativas no nacionalistas de reformulación de la identidad nacional. Muchos intelectuales públicos, productores de sentido común, expresan esa crisis; algunos postulan un vaciamiento de identidad, otros un mal de identidad; hay quien afirma que el fútbol es el único elemento identitario que queda intacto; para otros, ni eso. Para algunos hemos perdido el capital cultural que nos hacía un grupo distintivo y relevante. Abel Posse percibe "un país desarticulado, sin pasión ni coraje de afirmación nacional". La conmoción de la autoestima conduce a las metáforas patológicas, apenas pseudo explicaciones: "somos enfermos culturales". Algunos apelan a la locura colectiva para dar cuenta de procesos sociales. Muchos divulgadores históricos se interrogan obsesivamente por nuestras "esencias" e instalan en el sentido común la noción de que todo relato histórico es impostor. Pululan las referencias periodísticas, políticas, sacerdotales a una crisis de identidad. Nuestros bagajes culturales parecen fofos: Blumberg puede proponer sin más reemplazar "libertad" por "seguridad" en la letra del himno.

Muchos políticos e intelectuales salen al cruce de esta "sed de identidad", pero en su esfuerzo predominan los componentes identitarios nacionalistas. Muy representativos, sus interpelaciones le ponen letra vieja al extendido nacionalismo difuso de los argentinos de hoy. La primera terapia es el unanimismo: nos convocan a la voluntad unitiva de recuperar nuestro destino de grandeza. El refundacionalismo, la convicción en que el presente ofrece una ocasión única para reencaminar la Argentina, el proyectismo nacionalista, el victimismo, están a la orden del día. Algunos invocan la proximidad del bicentenario como un momento de entusiasmo colectivo propicio para elaborar el proyecto nacional, juntarnos para tomar las grandes decisiones. Otros llegan más lejos: precisamos un proyecto nacional frente a un gran imperio global que quiere aniquilar la nación y tiene muchos socios internos. El supuesto es el mismo: habría unos auténticos intereses nacionales y un proyecto nacional correspondiente a esos intereses. El unanimismo en acción establece un corte entre quienes están dentro y quienes están fuera del proyecto nacional, los "auténticos" intereses nacionales, y la propia nación, dejando entrever la torva noción de enemigos internos.

Nuestro nacionalismo es profundamente territorialista. El carácter sagrado del suelo, infundido ya en la Argentina liberal, no perdió vigencia, como lo demuestra la obsesión por la causa Malvinas. Un estudio que recoge opiniones espontáneas de los porteños constata que el 36 % elige el territorio y otro 23 % los recursos naturales como lo mejor de la Argentina. Pero en el terreno económico nuestro nacionalismo reina sin contendientes. Para Oscar Valdovinos (Clarín, 3.8.2005), el nacionalismo es un atributo indispensable de la izquierda en países periféricos, y la aspiración de conquistar una sociedad más igualitaria y justa, "exige ser nacionalista". No obstante, las izquierdas argentinas siempre fueron nacionalistas, y en materia económica, en especial desde mediados del siglo XX, furiosamente. Y esto no ha sido beneficioso ni para ellas ni para el país. ¿Qué significa hoy, en Argentina, "sano nacionalismo" económico? Si se trata de hacer lo que más le conviene al país, convertimos al término en un inocuo flatus vocis. ¿Cuáles propuestas son "nacionalistas" y por qué? ¿Un tipo de cambio "alto" o "bajo"? ¿Pagarle al FMI para ganar margen de acción o refinanciar nuestra deuda al costo de perder grados de libertad? Políticas que estimulen el desarrollo de ventajas comparativas dinámicas, que incrementen la calificación del capital humano, que nos integren mejor a la economía internacional, que reduzcan el grado de oligopolización de los mercados domésticos, que contribuyan al fortalecimiento y diversificación del mercado financiero? Nada tienen de "nacionalistas" y sin embargo podrían ser muy provechosas. Perdamos menos tiempo con clasificaciones ideológicas y dediquemos más a discutir las propuestas en términos de equidad y crecimiento.

Configuración paradójica: nuestro concepto de nación está a la deriva y no obstante somos profundamente nacionalistas, aunque convencidos de que nos falta nacionalismo. La elaboración de una respuesta no nacionalista a la crisis de identidad nacional es posible, pero difícil porque carecemos de una auténtica tradición republicana vigente. Los pilares existieron; por ejemplo, recuerda Ema Cibotti, para Echeverría "la patria no se vincula a la tierra natal sino al libre ejercicio de los derechos ciudadanos". Pero fueron pilares débiles, y las formas en que las élites respondieron a los desafíos del crecimiento demográfico y social vertiginoso los debilitaron aún más. La reacción a la primera crisis de identidad, de fines del siglo XIX, fue crecientemente nacionalista. El legado de largo plazo fue contradictorio: se configuró una identidad nacional, pero quedó establecida una fuerte tensión entre un aparato político cultural liberal pero cada vez más duramente nacionalista, al que se agregaron componentes religiosos y militares, y una sociedad que creció culturalmente múltiple, dinámica. La república no se "perdió" recién en 1930; pero, al calor de los fanatismos políticos que atravesaron brutalmente nuestro siglo XX, la república fue mucho más vapuleada aún que la democracia. Hasta la dictadura más atroz, el "Proceso", se pretendía republicana. Esa experiencia traumática nos sirvió para recuperar la cuestión democrática; pero mucho menos la cuestión republicana.

Quizás la distinción crucial es la que opone conceptualmente patriotismo republicano a liberalismo por un lado, y a nacionalismo por otro. Mientras la preocupación-guía del liberalismo es la lucha contra la interferencia que afecta a las personas, la del republicanismo es la lucha contra la dependencia que sufren las personas. La libertad individual se sostiene en algún grado indispensable de interferencia: es imposible aspirar a una sociedad en que los ciudadanos sean libres, si no se combaten todas las formas de dependencia personal y este combate exige interferir. Y el patriotismo republicano no busca, como el nacionalismo, algún tipo de homogeneidad cultural, ni esencias, ni "auténticos" o "permanentes" intereses nacionales; concibe la patria como la casa común en la que somos libres porque compartimos derechos y porque sostenemos nuestra libertad en el pilar de la sujeción a la ley. La patria existe allí donde el poder es limitado.

No se trata de fórmulas dogmáticas; en el pensamiento político contemporáneo nada "cierra". Se trata de política: retórica y acción (la centroizquierda argentina se debe este debate). Porque el patriotismo republicano no es solamente una lealtad racional a valores políticos impersonales y universales; también incluye amores y pasiones que susciten la virtud cívica. Requiere el compromiso con valores insertos en la cultura y en la historia. Surge aquí, no obstante, una diferencia básica entre el patriotismo republicano de cuño europeo o norteamericano y el concebible entre nosotros. Porque no podemos suscitar el amor, la pasión y la virtud cívica en un relato histórico dominado por el orgullo sobre acontecimientos que habrían fundado una tradición republicana --obviamente éste no es el caso-- ni, tampoco, basarlo en dosis masivas de "error y olvido histórico" (en sentido renaniano: sin olvido de parte del pasado, y sin creencias erróneas sobre el mismo, no podría sostenerse la nación en el tiempo). Podemos y debemos dejar atrás la memoria fijada y el resentimiento, pero carece de sentido hacer relatos míticos de sutura, de cierre de los conflictos y las contradicciones que nos llevaron tantas veces a la destrucción y la muerte. No debemos desconocer los pasados y no debemos permitir que nos esclavicen. Desde que el nacionalismo liberal erigió arquetipos militares y políticos mitificados y eclipsó las figuras o las dimensiones republicanas, oscilamos entre los mitos y la desmitificación, en lugar de asumir la conflictividad social, política y cultural de los protagonistas y los
acontecimientos.

Precisamos una comprensión diferente de los procesos históricos en los que arraigar sólidamente los valores republicanos para que crezcan como componente identitario. Sin la  búsqueda de comprensión, no podremos fortalecer como legado común el conjunto de discusiones y controversias, luchas y enfrentamientos, que nos pertenece a todos y sobre el cual podríamos fundar un patriotismo republicano. Si seguimos viendo cómo muchos intelectuales públicos trituran nuestra historia, "explicándonos" que nuestras élites y sociedades fueron "entreguistas", "corruptas", "golpistas" o "genocidas" desde siempre, omitimos ejercer una función de enorme responsabilidad, la de defender como un vivificante legado común nuestros dolorosos pasados, nuestras historias terribles, y el precioso conjunto de discusiones que constituye nuestra cultura nacional. Lo más relevante no es la exactitud del dato sino el esfuerzo por la comprensión aun de lo que tengamos motivos para no compartir o para condenar. No podemos conformarnos con comprender las tragedias de Lavalle y Dorrego, los via crucis de Aramburu y de Rodolfo Walsh, las pasiones de Lanusse y de Cámpora; precisamos intentar que esa tesitura se encarne en la relación de la sociedad argentina con su historia.

Necesitamos más comprensión y menos hegemonía populista y acumulación política, conceptos que el neonacionalismo vuelve a poner de moda, como lo hace patente el salto que Ernesto Laclau ha dado desde la teoría a la retórica  política. Laclau enfatiza acertadamente que el "pueblo" no es un hecho estructural sino "un proceso de institución política". Y postula que dicha institución requiere una "lucha hegemónica entre los principios heterogéneos de articulación de demandas". Pero da por descontado que no sólo es posible (como muestran infinidad de procesos históricos) sino deseable trazar una frontera de oposición entre pueblo y poder / sistema, mediante una "unificación simbólica" que configure esa identidad popular. Para Laclau, lo que hace al carácter político de una sociedad es esa tensión (permanente) entre una particularidad que logra (frágil y momentáneamente) presentarse como totalidad. Sin embargo, entender lo político solamente como esa tensión nos parece arbitrario y políticamente inapropiado. Y conduce a Laclau a una especie de nostalgia sin preguntas. La descripción, por caso, del modo en que la palabra de Perón daba "unidad simbólica a todas las luchas dispersas", omite aspectos de la mayor importancia. Primero, ¿con qué propósito cultivaba Perón, en su exilio, su índole de emisor radicalmente ambiguo? Su principal objetivo era reconstituir su propio liderazgo hasta volver a convertirse en el alfa y omega de la política argentina. Esto tuvo un efecto en sí mismo muy destructivo sobre la política y las organizaciones populares, aunque tenía la apariencia de constituir un fenomenal proceso de "acumulación de poder popular" y hasta cierto punto realmente lo fuera. Segundo, los efectos políticos que habría de tener el "éxito" de esta estrategia peronista al pasar desde la oposición al gobierno. Ese desenlace tuvo muy poco de propiamente gramsciano y mucho de populismo radicalmente explosivo: la alegre "acumulación política" a través de la "ambigüedad de significantes" hacía prácticamente imposible que las diferencias no terminaran dirimiéndose mediante el uso sistemático de la violencia. Por cierto que la "multiplicidad de demandas" era muy dudosa, más bien se trataba de un aplastamiento de las demandas precipitadas en torno del peronismo, a través de una lucha cada vez más cruda.

Laclau sostiene que su teoría ha estado absolutamente ligada a su experiencia argentina: "Vuelvo constantemente, cuando leo los textos posestructuralistas, a la experiencia política mía en los años sesenta", nos dice. Pero, las preguntas que creemos que es indispensable hacernos hoy, al parecer Laclau no se las hace: a la hora de gobernar ¿qué garantías ofrece la articulación populista a las demandas  heterogéneas que se han prestado a la exitosa configuración hegemónica? ¿Hay motivos para identificar la política tout court con un fenómeno universalmente presente, por cierto, pero que coexiste con muchos otros, como el populismo? ¿Hay motivos fundados para pensar que las diversas y heterogéneas luchas emancipatorias precisen ese tipo de articulación para que sea posible vivir en una sociedad más justa? ¿Hay motivos, por fin, para despreocuparse del hecho patente de que el trazado de una frontera entre el pueblo y el no-pueblo equivale a colocar sin remedio a vastos sectores, grupos sociales, valores e intereses, en el "anti-pueblo" y la "anti-nación"? La rica experiencia argentina en materia de deslegitimación recíproca de actores, intereses y grupos sociales es demasiado elocuente como para no hacernos pensar.

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Vicente Palermo é cientista político e pesquisador do Instituto Torcuato di Tella - Conicet.



Fonte: Especial para Gramsci e o Brasil.

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